martes, 3 de abril de 2018

Café Dadá.


El humo de tu cigrarrillo
se mezclaba con el de la infusión
que atesorabas en tus manos
mientras yo
te robaba
una fotografía
sin darte tiempo a quitarte las gafas.

Pese a todo,
reías.

Seguías con tu mirada
el trazo abierto de mi letra
en todas aquellas cartas.

En la mesa de al lado,
inamovible,
una partida de ajedrez.

En otra debían estar
arreglando
el mundo.

Lo demás eran parejas,
tal vez,
como tú y yo.

Jugábamos
a ser dadaístas
y nos prometimos que,
al volver,
protagonizaríamos
la gran performance. 

Son cosas que se dicen,
por decir.
No sirven ni como autoengaño
ni como promesa.

Afuera ya no había ningún
sitio al que volver.
Ninguna tierra.
Ningún hogar.
Ni siquiera un momento.
Y tampoco se vislumbraba
algún sitio al que ir.
Sólo el transcurrir del tiempo. 

Rodeados de gente
sin nombres ni apellidos,
de lenguas ajenas
y miradas torturadas,
en aquel café de Zurich
ya estábamos todos
más muertos que vivos.

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